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Puros cuentos

Nada mejor

, cuando nos

fatigan los “cuentos” de la política, que refugiarnos en los de la literatura. Ya que me lo preguntan (o imagino que,

para halagar mi vanidad, lo hacen) digo que aprendí a leer en la modesta

biblioteca de mi padre, que en su mayor proporción no podía comprender por mi

ignorancia del inglés (Ahora hablo “paisa english”, como Uribe, no como Duque).

Hacia mis trece años era el único interno de mi colegio; por eso me decían

el niño de los curas. Lo que no fue obstáculo para que esos venerables

sacerdotes me permitieran leer el Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam,

obra herética para la iglesia; confiaban mis maestros que nada entendería y que

esa lectura no me haría daño. No entendí y no me hizo daño, pero consolidó mi

vocación.  Desde entonces soy lector

irredento sin haberme preguntado nunca el porqué de esta pasión inextinguible. En un bello ensayo - Los hijos del

licenciado: para una ética del lector- Juan Gabriel Vásquez anota que “La

lectura de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto. Como toda

adicción, cualquier intento de explicarla es necesariamente limitado, porque

tarde o temprano se topará contra el muro de lo irracional”. Así es. (Espero

que la analogía con sustancias alucinógenas no se tome demasiado en serio por

la policía: suelo leer en los parques, así haya niños en los alrededores…) Se lee, en efecto, por placer y el placer

no requiere razones. Hay una poderosísima, sin embargo. La literatura nos

permite escapar de nuestras limitadas vidas personales para sumergirnos en

otras imaginarias. Podemos ser, un marino vikingo, un cirujano en alguna guerra

horripilante o visitante de otro planeta. Solo que al regresar de estos largos

viajes de ensoñación lo hacemos enriquecidos por experiencias, sensibilidades y

conocimientos nuevos. Todavía no puedo emitir un juicio

definitivo sobre Orillas, el libro póstumo de Roberto Burgos Cantor, lo que no

me impide afirmar que su cuento, De ballenas, es de una belleza deslumbrante.

Para demostrarlo sería inevitable copiar ese breve texto que se limita a

describir la apoteosis del enorme cetáceo que emerge de las profundidades

marinas para flotar sobre el agua y luego hundirse de nuevo en un rito

maravilloso que su canto acompaña. En un segundo momento, “ella no percibe el

aleteo de los pájaros de mar que revolotean encima sin atreverse a descansar el

vuelo y rascar el pico en su cuerpo que a poco pierde el brillo y se seca. Los

ojos cada vez ven menos y el mundo incendiado se arropa en una oscuridad

silenciosa, sin forma”. Al goce primario de la lectura, para el

que basta sensibilidad estética, sucede otro que depende de la cultura de cada

lector. En mi caso descubro que el título del cuento menciona ballenas, en

plural, a pesar de que el relato versa sobre una sola. Vislumbro en esa

discordancia un tácito homenaje a Moby Dick, la mítica ballena blanca de la

novela de Herman Melville; leerla se convierte en urgente tarea. Al mismo tiempo, la muerte de la

ballena real, que imagino en un amanecer nublado en la costa selvática del

pacífico colombiano, me hace recordar La muerte de Iván Ilich de Tolstoi leída

hace poco: la sentí como una suerte de preludio de una de mis posibles muertes.

Me dio tristeza, por mí y los míos, anticipar mi partida, aunque no tuve miedo.

Definitivamente, leer nos enriquece. César Aira es un brillante escritor

argentino cuyas excelsas virtudes como cuentista merecen un reconocimiento

mayor. Por estos días leo El cerebro musical, una antología de sus mejores

relatos de ficción. Uno de ellos -El hornero- parte de una hipótesis absurda

que desarrolla con una lógica impecable: “que el ser humano actúa movido por un

estricto programa instintivo, que se manifiesta siempre, en todas las ocasiones

de la vida, hasta las que parecen más caprichosas o voluntarias”. Por el

contrario, el hornero, por ejemplo, que es una especie de pájaro, está “…a

merced del azar horrendo de las ideas, de las ocurrencias, de los estados de

ánimo, de la voluntad y sus infinitos desfallecimientos, del clima, de la

historia”. En suma: mientras los humanos estamos, sin saberlo, o creyendo lo

contrario, aprisionados en la cárcel del instinto, los animales, entre ellos el

hornero, padecen la tragedia de ser libres. Sabemos, por supuesto, que la

teoría es falsa; el deleite deriva de un desarrollo narrativo tan riguroso como

un teorema y tan agudo como un bisturí. Tomás González, es una de las figuras más

valiosas de la literatura actual de nuestro país. Sus poemas, cuentos y novelas

se destacan por un conocimiento profundo de la condición humana a la que se

aproxima con piedad y discreción.  La

parvedad de los medios que emplea insinúa más que decir, a fin de que el lector

atento descubra por sí mismo lo mucho que el autor deja apenas esbozado. Su

cuento El Expreso del Sol, que es el título de uno de sus libros, trata de un

viaje imaginario, que replica con una pobre escenografía y la devoción de su

familia, los muchos viajes a lo largo de su vida que el protagonista realizó

desde el Magdalena Medio hasta cualquiera de las ciudades de nuestra Costa

Atlántica. Este de ahora es vivido como una

experiencia verdadera porque el viajero padece de demencia senil. La anécdota

es simple; el artefacto narrativo, esplendoroso. Briznas poéticas. Como el texto que

precede se inscribe en la poética, entendida esta como la reflexión sobre

textos literarios, esta vez no finalizaré con una breve transcripción de algún

poeta que admiro. Utilizo este espacio para corregir un error de mi anterior

columna. Rodrigo Londoño -antes “Timochenko”- no es senador. Fue el último

comandante de las Farc y hoy preside el partido político de igual nombre. Sobre

sus hombros recaen graves responsabilidades que lo veo ejercer con buen juicio.

Hay que reconocerlo así y apostar por su éxito.

Recuperado de

https://www.semana.com/amp/puros-cuentos-columna-de-jorge-h-botero/619623

El siguiente postulado “se lee, en efecto,

por placer y el placer no requiere razones” hace referencia a

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