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RESPONDA LAS PREGUNTAS 28 A 30 DE ACUERDO CON LA SIGUIENTE INFORMACIÓN
Cien años de soledad (fragmento)
(…) —¡Carajo! —gritó—. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca llegaremos a ninguna parte», se lamentaba ante Úrsula. «Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia». Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus designios febriles. Predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, hasta convertirse en pura y simple ilusión.
Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía, porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos, que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos». Úrsula no se alteró.
—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso, pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.
—En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos —replicó. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar, él permaneció contemplando a los niños con mirada absorta y exhaló un hondo suspiro de resignación.
—Bueno —dijo—. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
García Márquez, G. (2007). Cien años de soledad. Alfaguara.
De acuerdo con lo dicho en el texto, para Úrsula, José Arcadio es un hombre
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